Escuché por primera vez una canción suya en un espectáculo de filosofía. Sí, leyó bien, no se trata de una errata: un espectáculo de filosofía. Filosofía y música, para ser más exacto. Desde el escenario, el filósofo Darío Sztajnszrajber acababa de hacer una larga reflexión, aguda y jocosa, acerca de la materialidad del tiempo cuando comenzó a sonar una canción para mí desconocida. Luego lo supe, se trataba de El tiempo está después, de un tal Fernando Cabrera. En el espectáculo teatral, la canción compartía repertorio con otras de Spinetta, Fito Páez, Charly García, entre otros. ¿Quién era este ignoto Cabrera entreverado entre semejantes célebres? Pregunté a mis acompañantes aquella noche. Nadie supo. En las semanas que siguieron consulté en varias disquerías de Buenos Aires con resultados desoladores. Ya lo estaba olvidando cuando ocurrió el prodigio. En Radio Nacional –telón de fondo todavía entonces de mi jornada laboral-, Gabriela Borrelli entrevistaba a un cantautor uruguayo apellidado Cabrera, que esa misma semana estaría dando unos conciertos en Buenos Aires. Subí el volumen de la radio y suspendí mi tarea. En la charla circularon los nombres de Eduardo Mateo, Jorge Drexler, Juan Carlos Onetti y hasta se mencionó al sanjuanino Leónidas Escudero, el poeta minero. Yo no lo podía creer. Y todo eso sucedía el mismo verano en que la derecha argentina llegaba al poder en forma inédita por la vía democrática. (No hizo falta esta vez sacar los tanques, derramar sangre; bastó el bombardeo mediático. Antes muertos mártires, hoy esclavos felices.). La maravilla y la desazón, contemporáneos.

La geografía de Almagro, noble barrio, patria del Café Vinilo, fue el marco ideal de aquel domingo de enero. La pequeña sala estaba llena. Doy fe de que quedaron algunos fuera. El artista subió al escenario con su guitarra, saludó breve, y desgranó su arte modesto y gigante. Tuve la impresión de estar sólo en mi virginidad. Todos en el público parecían fieles de larga data, habitués de un ritual excepcional y sacro.

El músico, el cantante, el poeta agradeció al final de la noche, cansado y sincero. Gracias doy yo, musité entre aplausos.

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En junio 2017, en Argentina,  junto a @BuscagliaMartin

Fernando Cabrera es la contracara exacta del artista ególatra. Compone y canta desde muy joven. Su trayectoria y obra son ya largas. Sin embargo, no tuvo hasta ahora sus quince minutos de fama. Acaso nunca los tenga. Acaso no le importe. Su búsqueda es muy otra. Con artistas como él falla la profecía de Warhol.

Pertenece Cabrera, más bien, a la estirpe de creadores que, desde su lugar en el mundo –el “Uruguay de los iguales”, en su caso- escudriña la aventura humana y a su modo la cuenta. Con sus historias de gente común y el marco del paisaje montevideano o ribereño, lleva adelante el precepto tolstoiano de pintar la propia aldea para pintar el mundo. En el arco amplio que va de Andy Warhol a Lev Tolstoi, y que ilustra tipologías artísticas prácticamente antagónicas, el uruguayo se ubica claramente en la tradición del ruso.

Además de compositor, Cabrera ha versionado y homenajeado a numerosos músicos de su tierra. Su último disco editado en 2016 – “Cabrera canta Mateo y Darnauchans”-  registra el espectáculo realizado en agosto de 2015 en el Teatro El Galpón de Montevideo y está dedicado íntegramente a canciones de Mateo y Darnauchans, dos figuras de la música popular de su país.

Gustador de las paradojas, lingüísticas y de las otras, en 2010 sacó un disco titulado Canciones propias, donde interpreta todos temas de otros artistas de su tierra, algunos muy conocidos como Alfredo Zitarrosa, Rubén Rada y Daniel Viglietti, otros menos, como Osiris Rodriguez Castillo y José Carbajal, y algunos virtualmente desconocidos de este lado del Río de la Plata, tal  Anselmo Grau y Gastón Dino Ciarlo, por citar sólo un par. El disco va acompañado de un impreso con las letras de todas las canciones y una semblanza biográfica de cada autor que incluye agudas apreciaciones estilísticas y sentidas valoraciones del propio Cabrera. El propósito difusorio y hasta docente de este disco, lo mismo que el antes mencionado de Mateo y Darnauchans, es una constante en la labor de Cabrera como artista integral.

Así como amplio es el abrazo de su generosidad, múltiple y no menos abarcador es el abanico de sus influencias musicales. Rock, candombe, balada, Cabrera se nutre sin prejuicios ni tontas barreras del riquísimo bagaje de ritmos y géneros populares rioplatenses (y también de más allá) para darles su original impronta personal. A modo de ejemplo: en el último disco con canciones de su autoría es posible escuchar, sin disonancia, una cumbia a continuación de una huella. No es anecdótico señalar que dicho disco se titula, con desembozada ironía, Viva la patria.

Como cantor, su voz de tintes nasales no enamora de entrada. Por el contrario, es como esas mujeres que sólo despliegan sus encantos con el tiempo, en la intimidad del trato. Diríase que, en su caso, la voz es, ante todo, vehículo de la palabra, de las letras. Cabe preguntarse en este punto si la lírica de Cabrera, escindida de su música, podría sostenerse sola, como pura poesía. Viene rápidamente a la cabeza el ejemplo de Bob Dylan, con quien Cabrera tiene más de una similitud, además de la coloratura de su voz. (El Nobel de literatura otorgado a Robert Zimmerman pone en cuestión los límites tradicionales de lo que se entiende por literatura y abre un debate interesantísimo y, a esta altura, imprescindible sobre la naturaleza misma de la poesía). En lengua castellana, puede pensarse a la obra poética del cubano Silvio Rodríguez como un caso de excelencia comparable. Se trata, claro, de cotas por demás altas. Así y todo, la letrística de Cabrera puede muy bien caracterizarse como sólida y ecléctica al mismo tiempo, personalísima siempre, y arriesgada en cuanto a sus búsquedas formales. La ironía, la lucidez, la melancolía habitan sus canciones. Te abracé en la noche es tal vez su composición más conocida, y una de las canciones de amor más hermosa y triste que escucharse pueda.    

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Al inicio de esta nota se menciona, no por azar ni casualidad, a la filosofía. Quien ahonde en la obra de Cabrera podrá hallar en muchas de sus canciones una impronta filosófica que se manifiesta sobre todo, pero no sólo, en lo temático. El tiempo, la identidad, el amor y la muerte, asuntos centrales de la filosofía desde sus orígenes, son abordados de forma original y sin solemnidades. Valga el ejemplo de “Atlántida y El Dorado”, canción editada en el disco Fines de 1993:

“Atlántida y el Dorado quedan aquí
Aquí cerca de la rota ilusión quemada
Remota es la consecuencia del porvenir
Mejor es ir con nuestra música desolada.

 

Al fondo de la paciencia y de la vejez
Lo poco que hagamos vale la trasnochada
Al fondo de la paciencia y de la vejez
Lo poco que hagamos vale estropear la nada”

Atlántida y El Dorado son lugares ideales, quiméricos, sí, pero también reales, cercanos. Afirmación rotunda de la realidad más concreta, la cotidiana, la inmediata. Para quien hunde las preguntas hasta el hueso, las utopías, por remotas, se desvanecen, y la ilusión de caminar no alcanza. La cuestión que se plantea es ni más ni menos que ontológica, o sea, relativa al ser. Y la respuesta que da Cabrera es estética. Se inscribe, al mismo tiempo,  en una ética, que tiene larga tradición en la historia de la humanidad: la del hombre pequeño. Filósofos de la talla de Martin Heidegger y Jean Paul Sartre han escrito monumentales obras en respuesta a idénticas preguntas. Fernando Cabrera, sencillamente, ejerce su arte y canta: “Lo poco que hagamos vale estropear la nada”.

Si lo escrito hasta acá despierta el interés o la curiosidad de al menos un lector por nuestro cantautor uruguayo; si, en algún lugar cualquiera, alguien googlea su nombre para saber más de él, o mejor para escucharlo; entonces esta nota habrá encontrado su más plena justificación. Ha querido ser una forma de invitación, un compartir, un ínfimo aporte a ese poco que cada día da pelea.  

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